domingo

Ángel de ocaso


Y allí, cándida y serena frente a mí se presenta, con sus frescas vestimentas mi corazón aceleran. Sabe que rendida ante ella mi alma se doblega, pero aun así, solo deja que a lo lejos la vea. 

Sus finos cabellos que se mecen con el viento en una danza que priva a todos del aliento; su mirar sin punto fijo sobre el firmamento, su tranquilidad propia y ese cuerpo esbelto, logran que pierda la noción del tiempo.
Cada día la misma rutina, ella viene a mi encuentro desde la colina, pero no se atreve a hablarme y yo no me atrevo a perturbar su silencio; solo la observo callada, anonadada y quizás desesperada, porque deseo con furor hacerla mi amada. 

Y es que… ¿Quién no quiere a un ángel que sin más baja del cielo a deleitar con su gracia a unos simples plebeyos? ¿Quién no daría todo por lograr acariciar la tersa piel de su cuerpo? ¿Quién no mataría por poseer el privilegio que yo tengo? Porque verla cada ocaso es un verdadero fuero.

Aun así yo solo la contemplo, porque el miedo es grande y valor no tengo para acercarme a ella y gritarle que su belleza me ha llevado al cielo, que su porte me domina, su gracia me cautiva y sus orbes penetrantes cuando en mi se fijan, cambian mi mundo y revolucionan todo sentimiento dentro de mi pecho. 

Ella es hermosa, idílica y encantadora; ella es tan única que se asemeja a un sueño; ella es simplemente mi mayor anhelo. Pero quién soy yo para detener su vuelo…

Mi consuelo es verla cada atardecer, perdida en su mundo y sus pensamientos, mirándome de vez en cuando, robándome el aliento, queriendo decirme algo pero arrepentida en el último momento volviendo sus ojos al inmenso cielo. 

Luego de que la noche llega con su oscura postura, ella se marcha a paso firme y deja un vacío en mi pecho y unas ganas inmensas de tomarla, no soltarla y allí mismo cada día unir nuestras almas, pero… No me muevo, no me atrevo ni a seguirla, ni a decirle un “hasta luego”. 

Y así día a día, vuelve otro ocaso con ella observando el firmamento, yo observándola a ella en un momento efímero pero verdadero. 

Esta rutina me hace odiar los días de invierno, porque mi doncella no baja a mi encuentro y me deja sola observando la lluvia desde el lugar marcado como “suyo” desde hace mucho tiempo.

Ella me permite detener el tiempo, cuando de la colina baja a contemplar el cielo, ahora este es nuestro mundo, un paraíso que disfrutamos cada día entre el ocaso y el silencio.

Así será cada tarde, pues yo solo observo y ella complacida me regala ese inmenso privilegio…