Sexo…
Creo que todos conocen lo que es quedarse con las ganas de más. Quizá
recuerden la sensación de esas madrugadas donde tu ‘zona íntima’ te exigía
atención. Esos molestos amaneceres donde por algún recuerdo, alguna
circunstancia o algún sueño, algo en tu cuerpo palpita, te desespera y te exige.
Creo que muchos han sentido esa frustración de no poder tener lo que se
necesita, de quedar en la mitad, porque… siendo sinceros, no es lo mismo recurrir
a nosotros mismos en vez de al calor de otro cuerpo igual de ‘necesitado’.
¿Quién en su vida no ha quedado nunca iniciado?, ¿quién no ha añorado un
orgasmo?... ¿quién no ha esperado una caricia más para llegar al éxtasis?
Porque si hay alguien que en todas sus experiencias lo ha logrado: me quito el
sombrero, me cambio de nombre y le pido clases. Así de simple.
Porque no creo que exista amante tan abnegado, tan perfecto y tan ilustrado
que te haga ‘llegar’ en cada encuentro dado. O quizá el problema es mío que no encuentro
suficiente y me quedo… bueno, me quedo esperando más.
¡Y es tan frustrante!
Me gusta el sexo, no creo que a mi edad y en esta época deba taparme la
boca o sentirme pudorosa por aceptarlo. Me gusta esa sensación de deseo, de
lujuria, de pasividad o agresividad – según sea el caso –. Me gusta sentirme
vulnerable, sedienta, posesiva. Me gusta saberme causante del placer ajeno… ver
un rostro deseoso, unos labios a veces apretados a veces entre abiertos; oír
una respiración acelerada o los ruiditos que escapan sin permiso; sentir un
cuerpo perlado en sudor, agitado… entregado. Me gusta sentir mi cuerpo sensible,
erizado, dispuesto.
Me encanta esa sensación en mi vientre que se acrecienta con cada caricia,
con cada toque, con cada movimiento. Me encanta mantener ese ritmo inconstantemente
constante: quizá acelerado, quizá pausado; tal vez con suavidad, tal vez con
ferocidad. Me encanta vivir esa danza pasional. Me encanta alcanzar ese momento
donde algo en tu interior se comprime para explotar en una ráfaga de
sensaciones que recorren cada parte de tu sistema.
Me fascina llegar al orgasmo. Ya sea de esos que te dejan sin poder
moverte, con el cuerpo temblando y una sensación palpitantemente placentera por
un largo rato. Ya sea ese corto, preciso, vertiginoso… ese que te consume por
unos segundos pero que te deja con la fortaleza para repetir inmediatamente la
faena. Ya sea aquel que se entrecruza con tus emociones, te recorre, te estremece,
te revuelca y te hace soltar la mayor carcajada o derramar unas cuantas lágrimas.
Me encanta el clímax del acto sexual; sin embargo, más que el clímax, más que el choque de
cuerpos o el proceso para llegar al tan ansiado orgasmo… me gusta la forma en
que una persona puede hacer que desees ese contacto. Me fascina jugar: me
encanta que me exciten, me enloquezcan, me atormenten. Amo, y lo digo con total
seguridad, que sensibilicen mi cuerpo a tal punto que no pueda soportar y
exija, e incluso suplique, que acaben con esa placentera tortura y comiencen
con el acto sexual. Eso potencializa mis sentidos, las sensaciones, el placer.
Adoro los besos en mi cuello, en mi espalda. Adoro que acaricien mi cuerpo,
que aprieten mis senos, que los lleven a
su boca y hagan lo que quieran con ellos. Adoro que jueguen conmigo, que me
hagan sentir su presa o en ocasiones me den la libertad para ser el cazador.
Adoro que besen cada centímetro de mi piel, que me muerdan e incluso que me
marquen. Adoro que se acerquen a mi sexo, que me hagan creer que van a ir más
allá, pero que me dejen con las ganas de más. Adoro incluso que me hablen, que
me exciten con la idea de lo que quieren hacerme y de las ganas que tienen. Amo
todo el juego preliminar tanto o más que el plato fuerte y el postre.
Es por eso que volvemos al dilema inicial… la frustración que te queda
cuando no consigues tu objetivo. Si la finalidad de todo lo anterior no es un
gran e imponente orgasmo, entonces… ¿a qué jugamos?