Y entonces te ves a ti misma atrapada en el silencio
perfecto para pensar, envuelta entre las oscuridad y sin los calmantes
suficientes para ir a dormir… A intentar dormir entre aterradoras pesadillas
que, seguramente, son reflejo de lo que tú eres: Una aberración, sin duda
alguna.
Y lo odias todo. Odias el silencio, el frasco que contenía
tus pastillas vacío, las lágrimas que sin querer bajan por tus mejillas. Odias
a tu mente torturada, desgastada y cansada. Odias no estar en trance, tener tus
sentidos tan malditamente alerta. Odias tu tiempo libre. Odias el dolor de tu
magullado cuerpo. Odias la expresión de tu rostro. Odias la sonrisa falsa y tu
careta. Odias tu soledad. Odias el vacío. Odias todo… pero especialmente a ti
misma. Te odias por ser como eres, por no tener el coraje suficiente para
acabar con tu patética existencia.
Y la verdad se vuelca hacia ti con fuerza, sin clemencia:
Estás acabada. Y te miras al espejo, ya ni esa cara bonita te complace. Tus
ojos sin atisbo de brillo te enseñan lo que eres en el interior, una realidad que
no habías querido aceptar y resultas tan repulsiva, tan putrefacta, tan tú.
Y lo sabes. Y lo
odias.
Y entonces sientes la pesadez del tiempo. De los años en
vano, de todo lo que has dejado. Sí, porque tú has dejado mucho más de lo
admites, de lo que te permites recordad recuerdas. Pero ahora el tiempo te
enreda cada cosa, en cada momento… te pasa factura.
Y lo mereces. Mereces el suplicio, la tortura de tus
demonios. Mereces el dolor que se clava hasta el fondo de tu corazón. El dolor
que cala hasta los profundos rincones de tu alma. El dolor que se hace uno
contigo.
Y regresa el odio. Odio por las lágrimas que bajan por tus
mejillas. Odio por las palabras pronunciadas, por las calladas. Odio por lo
abandonado. Odio por tus decisiones. Odio por ti y hacia a ti. Un odio que te
consume, te devora, te destroza.
Y al espejo golpeas… Y la sangre, sin hacerse esperar,
gotea.
Y te preguntas qué fue todo aquello. Y algo responde, “la
demostración de lo poco que valías, de lo insignificante que era para alguien o
para todo, pero sobre todo, para ti misma”.
Y qué importa la historia, qué importa lo que ocurrió antes
de un punto muerto; lo interesante en estos momentos no es el camino sino el
fin de los acontecimientos. La ansiada paz que a tus demonios callará.
Y te reconoces ilusa, estúpida, idiota, masoquista, maquina
rota, demente, sin corazón consiente, miserable, demonio detestable, bruja
despiadada, dramática, despistada, descarada, arpía, escoria, poca cosa,
destructiva, poco sensitiva, doble cara, demacrada, acabada, destrozada, ser
ruin sin remordimiento, macabra, depresiva, incomprensiva, hasta abusiva…
Y te desprecias. Incluso lo haces más que antes. Aborreces
la sangre, tu ropa, tu llanto, tu existencia. Piensas por un breve momento de lucidez
en quitarte la vida y terminar con tanta idiotez, pero te detienes y caes…
Y lo admites… La cobardía. TU Cobardía.
Y llega el alba y, como la maldita maquina bien engrasada,
de tu silla te levantas, limpias tu herida, recompones la mirada, desnudas tu
cuerpo, tomas una ducha apresurada, nueva ropa e inicias tu mañana. Llegas al
trabajo, saludas calmada mientras a tu oficina caminas pausada.
Y sonríes. Y complaces. Y deslumbras. Y te halagan… Y llegan
tus pastas junto a un vaso de agua. Y por fin se reacomoda por completo tu
maldita fachada. Y la vida sigue. Y el tiempo continúa en marcha… Y tú…
Y tú sigues engañada, hasta que
la tormenta vuelva a tu puerta en otra nueva velada, porque tú, mi despreciable
amiga… TÚ te encuentras acabada, putrefacta y… ¡Oh, oh!, seguramente, pronto
olvidada. Sin duda alguna, la mejor solución contra tu misma clase alimañas.